David Ireland, Director Ejecutivo de World Habitat, habla sobre por qué, a medida que empezamos a emerger de la COVID-19, es necesario otro momento revolucionario — similar a la incitación del Informe Beveridge en el Reino Unido tras el fin de la Segunda Guerra Mundial — en pos de un mundo más equitativo.
Nada más lejano al estereotipo de revolucionario que podríamos imaginar. No tenía un aspecto jovial y elegante, ni un arma colgando del hombro con naturalidad, ni hordas de fervientes seguidores. Pero, en momentos insólitos, en los que el mundo intenta descubrir cómo recuperarse del golpe más duro al orden global desde la Segunda Guerra Mundial, William Beveridge puede ser el mejor modelo a imitar para buscar la manera de crear un proceso de recuperación de la COVID-19 justo y sostenible.
Beveridge fue un economista graduado en Oxford, que usaba un traje de tres piezas y tenía un acento inglés preciso y penetrante. En 1942, cuando tenía entre 60 y 70 años, publicó un informe revolucionario. Este dio forma al desarrollo del estado benefactor, sentó las bases para el establecimiento del Servicio Nacional de Salud y dio origen al sistema de vivienda social del Reino Unido. Sus efectos moldearon el país durante los 50 años que siguieron. Otros líderes de reformas sociales inspiraron movimientos similares en otros países, y los principios de Beveridge influenciaron a naciones de todo el mundo. En el discurso polarizado que prevalece en la actualidad, es casi imposible imaginarlo, pero en una consulta ciudadana reducida que se realizó poco después de la publicación del Informe, el Instituto Británico de Opinión Pública observó un apoyo asombroso del 95 por ciento para las recomendaciones realizadas.[1]
Lógicamente, en 1942, el Reino Unido estaba en guerra. El gobierno le pidió a Beveridge que dirigiera un comité interdepartamental que llevaría a cabo una encuesta sobre el seguro social del país y los servicios relacionados. Esta fue una respuesta tanto a la gran depresión del 30 como a los efectos previstos de la guerra en sí. La gran depresión fue una recesión económica mundial profunda que tuvo lugar durante toda la década de 1930. Los ingresos se redujeron, el desempleo aumentó y la pobreza se expandió notablemente. El gobierno sabía que la guerra podía agravar estas divisiones aún más.
El mundo de hoy es muy similar. Tres décadas de una desigualdad cada vez más pronunciada, exacerbada por una calamidad mundial. Incluso antes de la COVID-19, la desigualdad en el mundo se intensificaba cada vez más.
La vivienda ha sido uno de los principales disparadores de esta situación. Una década de préstamos de bajo costo generó aumentos en los precios de la vivienda muy superiores a los de los ingresos. Esto implicó una nueva relación entre asequibilidad e ingresos, de manera que prácticamente todas las personas que no habían heredado una fortuna se vieron obligadas a descender varios peldaños en la escalera de la vivienda. En los países de bajos ingresos, casi todo el crecimiento de infraestructura de vivienda ha sido informal, es decir que cada vez más grupos familiares viven en casas inseguras, insalubres y, en general, peligrosas.
Si bien es prometedor, el cambio tecnológico nos ha dividido en ganadores y perdedores. En la década en que Elon Musk, Mark Zuckerberg y Jeff Bezos se convirtieron en las personas más ricas del mundo, millones de trabajadores manuales calificados vieron cómo sus labores fueron perdiendo relevancia a medida que las máquinas los reemplazaban. Los nuevos empleos que generó la tecnología suelen estar mal remunerados y ser inseguros.
El aumento de las temperaturas globales perjudicó el crecimiento económico en países ubicados en los trópicos, que tienden a ser más pobres que aquellos del Norte global. La crisis climática empeoró la situación de pobreza de los países menos favorecidos, y los hizo más vulnerables. La proporción entre los ingresos del 10 por ciento más rico y más pobre de la población global es un 25 por ciento más alta de lo que sería en un mundo sin calentamiento global.[2]
La pandemia exacerbó estos efectos y aceleró el ritmo de crecimiento de la desigualdad. Por ejemplo, durante la pandemia, la tendencia ha sido que los trabajadores con salarios más altos trabajen desde sus casas. En general, los trabajadores con salarios más bajos no tienen esta opción o no tienen el espacio en casa para poder hacerlo. Además, suelen ser empleados de industrias que tuvieron que suspender sus actividades e hicieron despidos masivos, como los sectores de hotelería y turismo.
Las personas con viviendas más grandes y cómodas tienen un santuario, por ejemplo, un jardín, para refugiarse. Las personas con viviendas más pobres se vieron obligadas a hacinarse en espacios reducidos o quedaron aisladas solas, lo que puede resultar doloroso e inseguro. Las personas que ni siquiera tienen una casa fueron las más expuestas y vulnerable de todas.
La COVID-19 también intensificó la desigualdad entre los países más ricos, que pueden brindar ayuda a las empresas y ofrecer redes de seguridad social, y los países más pobres, que no tienen la capacidad de hacer esto.
La historia nos dice que la desigualdad extrema que no se trata no solo inhibe el progreso, sino que amenaza a la propia estabilidad de los sistemas políticos y debilita su capacidad de enfrentar los desafíos que compartimos.
Beveridge indicó lo que él consideraba los cinco gigantes que se interponían en el camino del progreso: indigencia, enfermedad, ignorancia, miseria y ociosidad. Si bien hoy la manera en que Beveridge describe estos términos nos suena anticuada, la vigencia de los males subyacentes (desigualdad, mala salud, educación deficiente, viviendas en mal estado y desempleo) es espeluznante. En su informe, propuso soluciones que, al implementarse, se convirtieron en el estado benefactor. Un sistema de seguros nacionales, pensiones y beneficios pagos para quienes los necesitan, el Servicio Nacional de Salud, controles sobre el alquiler de vivienda y el establecimiento de un sistema de viviendas sociales. Beveridge comprendió que la igualdad no solo tenía que ver con un sentido de justicia, sino que el progreso económico nacional dependía de esta. Las ideas de Beveridge abrieron paso a una mitad de siglo en la que el país fue más próspero y, también, más equitativo. Lamentablemente, en las últimas décadas hemos visto el deterioro de gran parte de estos ideales. Las especulaciones de riqueza fueron corroyendo las protecciones de la vivienda. El mercado de vivienda pasó de ser un lugar para que las familias encuentren un hogar, a un espacio de intercambio inmobiliario para los más ricos.
La pandemia nos recordó nítidamente la importancia de una casa. Es el lugar de seguridad que hemos tenido para refugiarnos. Pero también puso en evidencia la disparidad y la injusticia absoluta del sistema de vivienda que tenemos. La capacidad de las personas de mantenerse saludables y seguras, así como la de tener ingresos decentes están directamente relacionadas con la casa en la que viven.
Una recuperación de la COVID-19 justa y sostenible requiere políticas nacionales enfocadas en el progreso y la igualdad. En términos de vivienda, requiere un mercado que ofrezca a todo el mundo acceso a una casa segura y decente, y no a unos pocos la capacidad de generar una riqueza excesiva a partir de esta. Se necesitará un mercado de vivienda social revitalizado, restricciones estrictas a la especulación excesiva sobre la propiedad, y una tributación inmobiliaria redistributiva.
Beveridge comprendió la importancia de su época. Un “momento revolucionario en la historia del mundo es aquel en el que se hacen revoluciones, no parches”, dijo, y agregó que el futuro no debe estar limitado por “intereses sectoriales”. El 2021 nos presenta otro momento revolucionario.
[1] Correlli Barnett, The Audit of War 1966 p. 29
[2] Diffenbaugh y Burke, Global warming has increased global economic inequality 2019 p. 1
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